Viaje al fin de la noche. Céline, la memoria histórica y el callejero

Antonio Miguez Macho
 

Quien haya leído alguna vez a Céline y haya seguido las andanzas de Ferdinand Bardamu desde los inmundos frentes de la Gran Guerra, hasta el África colonial francesa y los Estados Unidos de América, conocerá sin duda la radicalidad crítica de un autor que ha sido, ante todo, un icono de la novela contemporánea y un implacable crítico de la guerra, el colonialismo y las miserias de la condición humana. Un autor que como muchos saben también ha sido y es un apestado en los Campos Elíseos de las glorias literarias francesas. Un autor cuyo nombre no figura en los callejeros junto a los Victor Hugo, Zola, Proust, Balzac o Camus; un genio literario que no tiene estatua o placa que lo reivindique. Tienen la culpa una serie de panfletos antisemitas escritos en el período de entreguerras por Céline, que se convirtieron en abierta simpatía por el régimen de Vichy y, de soslayo, por el III Reich. Tras la derrota del fascismo, el escritor fue condenado, privado de la nacionalidad francesa como “desgracia nacional” y, posteriormente, amnistiado, aunque nunca perdonado. Su historia, como la de muchos otros, vuelve de tanto en tanto al debate público bajo la incomodidad de cómo hacer cuadrar sus valores literarios con sus actitudes sociales, planteando una de las cuestiones de fondo de todo pasado presente, lo que no es otra cosa que la consabida memoria histórica.

No son desconocidos en España este tipo de debates. Cualquiera que se ponga a pensar, encontrará el suyo. Son “Debates Céline”, bueno, o deberían serlo. Porque debatir sobre las políticas públicas de la memoria no solo no es malo, sino que es necesario. No es malo por una parte porque el debate lejos de oscurecer la figura o figuras implicadas, ayuda a popularizarlas aun más si cabe. Así ha sucedido en Francia con Céline en 2011, cuando en el cincuentenario de su muerte, su nombre fue incluido primero en la Selección de Celebridades Nacionales del año, para ser luego retirado tras amplia polémica. El entonces ministro de Cultura Mitterand (no François, sino Fréderic, su sobrino) argumentó para justificar su decisión que “el hecho de haber puesto su pluma a disposición de una ideología repugnante, la del antisemitismo (…) no se inscribe en el principio de las celebraciones nacionales”.  Otro político, el alcalde de París, Bertrand Delanoë, apostillaba: “Céline es un excelente escritor, pero un perfecto cabrón”. Y hubo también quien defendió la inclusión del autor en los homenajes, como Bernard-Henri Lévy: “aunque la conmemoración sirviese solo para eso (…) para empezar a entender la oscura y monstruosa relación que ha podido existir, en el caso de Céline al igual que en otras personalidades, entre el genio y la infamia, habría sido no solo legítima, sino útil y necesaria.”. Y lo cierto es que en buena medida el debate sirvió para ese propósito. Céline volvió a ocupar los primeros puestos en las listas de ventas en Francia, ochenta años después de la publicación original de Voyage au bout de la nuit. Pero además, gracias a la polémica, se reflexionó ampliamente sobre la ubicuidad el fenómeno del antisemitismo en el período de entreguerras, para volver a bucear en los dilemas del colaboracionismo, la guerra y la justicia transicional, incluyendo la amnistía de la que se benefició el propio Céline en su momento. La decisión final sobre si su figura debe ser objeto de homenaje bajo la forma que sea no será nunca un consenso, ni una reconciliación, pero así es la política democrática y así son las políticas públicas de la memoria. Lo importante, como señala Habermas, es que el debate se produzca por cauces comunicativamente “racionales”. Y  ¡ojo!, atención a las paradojas: dejar fuera del callejero a Céline, puede ser la mayor de sus reivindicaciones.

Por eso, el hecho más trascendente de la historia de España del siglo XX y sus derivaciones, merece unas políticas públicas de la memoria que estén a la altura. Y que todos contribuyamos a elevar el tono de los debates con lo que decimos. A los que braman porque el callejero y la monumentalidad no debe ser objeto de reflexión pública, a los políticos que consideran poco importante que los nombres de las calles tengan apellidos de genocidas, habría que recomendarles aquello que los niños aprendíamos en La Bola de Cristal los sábados por la mañana en la entonces, por lo visto, poco políticamente correcta Televisión Pública: “desenseñar a desaprender cómo se deshacen las cosas”. Que los Electroduendes libraran entonces de pasar por la justicia, prueba fehacientemente que sí han cambiado y mucho los tiempos.  Otras cosas siguen igual, especialmente para aquellos que no formarán parte nunca del callejero de Madrid: “para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, en tiempos de guerra”. Louis- Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche (1932).